martes, noviembre 23, 2004

pásame la manti (por debajo de la mesa)

Palmera sabía muy bien que las técnicas de los chicos coqueros para esconder su vicio a sus novias se limitaban a dos versiones que se sabía de memoria. La primera era la muy rudimentaria pasadita de falso por debajo de la mesa. Una cerradita de ojo y la célebre frase “pásame la manti” que dejaba extrañadas a sus enamoradas sólo en un comienzo. Porque como ellas son más inteligentes que ellos, se dieron cuenta sobre la marcha que en esas frases sin sentido había gato encerrado.

Más aún cuando observaban que de un tiempo a esta parte sus enamorados se comportaban medio extraños en las fiestas: hablaban menos, bailaban menos, pero fumaban y libaban una barbaridad.

No sólo eso, también alguna vez una chica descubrió que por debajo de la mesa su novio le tocaba la pierna al enamorado de su mejor amiga. Y le oía repetirle en tono de susurro “oye, pásame la manti, pásame la manti” y como no había respuesta del otro robot, le pellizcaba la pierna casi con desesperación.

Para que no terminen descubriéndolos o imaginándolos de homosexuales porque se manoseaban por debajo de la mesa, tuvieron que reemplazar la técnica de “pásame la manti” por otra que en su momento fue una verdadera sensación. Era la técnica de esconder el falso en el baño, debajo del vaso de los cepillos de dientes. De esa manera no tendrían que estar haciendo movimientos extraños y sospechosos para pasarse el falso en medio de la sala y en la cara de sus chicas. Era aparentemente la técnica perfecta, pero no faltó que alguna chica entrase al baño y por accidente tropiece con el vaso de los cepillos de dientes y se encontrase con un paquetito de papel cebolla que contenía un polvito blanco y cuyo descubrimiento arruinó la fiesta y desencadenó un griterío de mujeres histéricas.

Pero en esta reunión, Palmera que había asistido de colado porque era el amigo de un amigo que no había asistido, descubrió que los muchachos cada vez que salían del baño, hacían la clásica limpiadita post aspiración, que consiste en llevarse el pulgar y el índice a las fosas nasales y hacer movimientos cortitos sobre las aletas mismas de la nariz, como haciendo una limpieza de los residuos, para luego llevarse ambos dedos a la boca, y frotarlos contra su lengua para saborear ese amarguito universal y portentoso que han conocido y admirado, desde Sigmund Freud hasta Diego Maradona.

Luego hacían comentarios entre ellos, que Palmera sabía, eran referidos a dicho polvito que todos compartían en esa fiesta. Todos menos él. Y se sintió incómodo y hasta marginado por ese hecho. Se imaginó en un cuento de hadas y que era la Cenicienta y los muchachos de la reunión eran sus hermanastras envidiosas. Luego se pensó como el patito feo, también marginado al igual que la Cenicienta. Se molestó y quiso darles una lección. Y como él era antiguo y experto en estos menesteres, supo que la técnica que estos jóvenes aplicaban en dicha reunión, era la técnica de esconderlo en el baño y de seguro debajo del vaso de los cepillos de dientes.

Fue cuando Palmera decidió ir en busca de la montaña, porque la montaña no llegaría nunca a sus manos. O mejor dicho a sus fosas.

Entró al baño y lo primero que hizo fue levantar el vaso de los cepillos de dientes. Encontró un paquetito de papel cebolla de forma rectangular, de unos tres centímetros de largo por casi uno de ancho. Doblado con bordes y envuelto como un tamalito. Sonrió al comprobar que esa estrategia era universal y casi todos la aplicaban.

Lo abrió con sumo cuidado, no sin antes haber corrido el seguro de la puerta del baño, y cuando sus ojos se toparon con el brillo resplandeciente de la coquita, le dieron ganas incontrolables de ocuparse en el baño, de sentarse y liberar sus residuos inservibles sin pérdida alguna de tiempo, como si su proceso digestivo se acelerase a mil. “Es mental, todo es mental”, pensó y pudo dominar esas ganas. De su bolsillo trasero sacó una tarjeta y con una de las esquinas recogió un montoncito de polvo blanco que luego desapareció dentro de sus orificios nasales. “No está mal”, pensó cuando cataba la calidad de la sustancia. Y luego pasándose un lenguazo por la nariz mientras se mira en el espejo del baño, sentencia: “estos muchachos tienen buen gusto”. Palmera, luego de un par de tiros extragrandes, dejó de sentirse el patito feo y se convirtió en un cisne hermoso de pico filudo

La noche transcurrió y los jóvenes aspirantes, mientras bromeaban entre ellos sin dirigirle la palabra a Palmera, no sabían que su tesoro era compartido también por su invitado marginado.

Cuando entró por cuarta vez al baño, Palmera advirtió que el falso había disminuido considerablemente. Entonces, luego de levantar un par de buenos jalones, sin dudar se llevó el falso al bolsillo de su camisa. “Me veo obligado a esta penosa situación de secuestrarte cariño, porque ya no te quiero compartir con nadie”, le dijo al pedazo de papel que se metía al bolsillo.

Salió del baño y se sirvió un vaso de whisky Juanito Caminante. Se sentó y prendió el último cigarro que quedaba sobre la mesa. Argollas, flechas y corazones eran las figuras que Palmera dibujaba con el humo del cigarro poco antes que los chicos de la reunión empiecen a discutir incriminándose abiertamente sobre la desaparición de algo aparentemente muy valioso. Fue cuando Palmera decidió marcharse y luego de liquidar su vaso de whisky de un gran trago, pudo escuchar mientras abría la puerta una exclamación desesperada: “ya basta de bromas, por favor, ¿Quién carajo tiene la manti?”

Ya en la calle, Palmera caminó sonriendo hasta la avenida principal y estiró el brazo sin dudar cuando se le cruzó el primer taxi. No regateó el precio que le propuso el taxista y se trepó al vehículo sabiendo que no tenía ni un centavo para pagar por el servicio. Pero eso no era problema. En un día maravilloso como éste, donde todo le había salido bien, no era posible que al final la suerte lo abandone. El siempre jugaba a ganador. A cara o sello. Y hasta ahora siempre había ganado. Y es que su fe era tan grande que tenía la seguridad de que ocurriría un milagro y le solucionase todo en un último instante, aún cuando el taxista con cara de pocos amigos y menos paciencia le tocaba el hombro diciéndole “señor ya hemos llegado, págueme por favor”…