sábado, setiembre 25, 2004

lágrimas, recuerdos y yogurt de durazno

Hace poco hablaba con una amiga sobre el llanto. Y ella me decía que no es lo mismo el llanto de un hombre que el llanto de una mujer. De alguna manera el llanto femenino está mejor considerado en la sociedad. Para los hombres en cambio, no hay ese espacio. Y también me decía que si ve a un hombre llorando le daban ganas de golpearlo.

La imaginé entonces golpeándome varias veces porque la verdad es que yo podría ser considerado como un llorón incorregible.

Pero creo también que los motivos que me producen lágrimas no tienen que ver con los motivos convencionales. A estas alturas, uno no llora por dolor, tampoco por un amor que se va. Los motivos son otros.

Esta mañana, por ejemplo. Caminaba rumbo al centro comercial con mi pequeña prima de 4 años. Es una criatura rellenita y coqueta, de ojos muy vivos y gestos elocuentes. Me pidió acompañarme y yo, pues no pude negarme. Por mi edad y la de ella, en la calle todos pensaban que era mi hija y no mi prima. Sentía su pequeña manito tomándose de la mía, y cuando cruzábamos una pista, sentía que la apretaba un poquito más, probablemente buscando seguridad.

Tengo motivos particulares para sentir aprecio por esta pequeña. Para empezar debería decir que ella no tiene mamá. La perdió hace 6 meses por culpa de un cáncer inmisericorde. Recuerdo la noche que llevamos a su madre al hospital en un taxi viejo. Esta claro en mi memoria el día siguiente cuando en su agonía, me tomó la mano y balbuceaba frases que yo no entendía, pero estaba seguro que se refería a sus hijos. Quince minutos después, murió.

Cuando todos lloraban, yo no lloré. Cuando, en una de las escenas más terribles que he visto, su papá les dijo a sus hijos ( mi prima y mi primo) que su mamá ya estaba en el cielo y se pusieron a llorar como locos, todos lloraban menos yo.

Hubo, sin embargo, un hecho que se quedó grabado en mi memoria: El día del velorio fui a cuidar el sueño de los dos pequeños para reemplazar a su papá que debía regresar a coordinar algunas cosas en la sala velatoria. Era alrededor de las tres de la mañana y yo había llegado exhausto con tanto papaleo que había hecho ese día en la beneficencia y otras cosas que tuve que resolver. Entonces me eché al lado de mis primitos que dormían como una piedra y me dispuse a dormir. Justo en ese momento, la pequeñita de quien les hablo se despertó y comenzó a llorar preguntando por su mamá. “Quiero a mi mamá, quiero a mi mamita” lloraba y yo no supe qué hacer. En la oscuridad de la habitación me quedé de una pieza sin saber qué decir en ese momento. Fue cuando su hermanito de 7 años se levantó y en un afán protector que me sorprendió, la abrazó y la consolaba diciéndole “ya no llores hermanita, ya no llores” Entonces cogió una almohada de la cama que fue de su madre y le dijo “hermanita esta almohada es de nuestra mamá, todavía huele a ella , abrasémosla los dos y así podremos dormir.”

Mil pedazos de mi corazón , volaron por toda la habitación

Sin embargo no lloré. Los abracé, les cambié de tema y les conté una historia de príncipes y princesas y con mucho esfuerzo conseguí que volvieran a dormir de nuevo. Esta vez abrazados de la almohada de su madre.

Por eso, esta mañana, mientras la pequeñita me toma de la mano y me dice que yo que tengo mamá debo cuidarla mucho y ser bueno con ella para que viva mucho tiempo uno se siente golpeado. Luego me pidió que le compre un yogurt de durazno porque ese era el que le compraba su mamá. Habla de su mamá sin sentir pena aparente, con naturalidad y como si estuviera de viaje. “mi mamá hacía esto, mi mamá hacía aquello” me repite. Entonces soy yo quien le aprieta la manito y mientras la veo sonreírme pícara y traviesa tomando su yogurt que le ha dejado un bigote cremoso, siento que una lágrima se me escapa y no me siento mal por ser así.
Ella es mi pequeña primita y se llama Vania.