martes, diciembre 07, 2004

el teléfono satelital consiguió el milagro que dios no pudo

Extasiados, con la terrible y maravillosa sensación de que es posible sentir demasiado, hablaron por teléfono satelital los dos enamorados, Beatriz Viterbo y Carlos Argentino.

Ella, se encontraba en un lugar remoto en las costas del Perú, a las 12 del mediodía de un día sábado, en la cima de un acantilado y bañada por el sol anaranjado de un verano que comienza, observando cómo las olas del Océano Pacífico se estrellan violentamente contra las rocas, fragmentando la masa de agua en miles de gotitas que llegan a su rostro produciéndole cosquillas en forma de miles de agujitas que humedecen sus mejillas; un placer comparable sólo a la vez que vio la aurora boreal por primera vez. Con el espectáculo ofrecido por el mar y con esa sensación de demasía en el corazón, apartada de la ciudad, en esa playa casi desierta, recibió la llamada de su amado desde Japón, quien le hablaba desde el mismo concierto de los Rollings Stones en el Tokio Dome, donde por la diferencia de horarios eran las 2 de la mañana del domingo, en el preciso instante en que ila banda inglesa
interpretaba la balada “Wild Horses”.

Sorprendidos por el momento que cada uno experimentaba en las antípodas del mundo y sumada la alegría enorme de sentir tan cerca la voz del ser amado, y más aún, en aquellas circunstancias especiales que cada uno de ellos vivía, sintieron que algo en su corazón los rebalsaba.

Fue cuando en el centro de la vida de Carlos Argentino y Beatriz Viterbo ocurrió algo que los aniquiló y los hizo sentir afortunadamente pequeños e insignificantes: por un lado del mundo, en medio del concierto, Carlos experimentó con total claridad el rumor de las olas, la brisa marina golpeando suavemente su rostro, el olor a pescado fresco, y sorprendido vio cómo en aquella oscura noche de concierto, su cuerpo se iluminaba con una misteriosa luz anaranjada que sólo parecía llegarle a él; sintió clarísimo cómo sus pulsaciones aceleradas y el fluir virulento de su sangre por las estridencias roqueras se aplacaban misteriosamente dejando en su lugar a la calma propia del mar que sosegaron la adrenalina que vivía en ese instante. Todo ello ocurrió justo cuando Beatriz, en el otro lado del mundo, muda y anonadada, sentía cómo el graznido de las gaviotas poco a poco se fue transformando en una voz que retumba en el cielo y que el vaivén de las olas sonaban de pronto como acordes de guitarras acústicas y producían sonidos embriagantes que la arrancaron de la tranquilidad del paisaje marino y la abordó una insospechada energía propia de las estridencias del rock and roll que la alejó de su sosiego y la puso a merced de una adrenalina violenta y temperamental.

Y en los extremos del planeta pensaron al mismo tiempo:


"Quizá esto sea el amor"


Tanto Carlos como Beatriz se quedaron mudos en ese momento y luego de esa experiencia nunca más volvieron a hablar.
Jamás supieron que el otro pensó también lo mismo en el mismo instante. Cada uno pensó que esa sensación fue sólo personal y no fue compartida por la otra persona. Se privaron, por ser cobardes, de experimentar una experiencia extraordinaria que durante toda su existencia no volverán a tener. Una maravillosa coincidencia que no tuvo testigos quedará flotando en el limbo, esperando vanamente que alguien la vindique.

Probablemente ésta sea una forma de creer en una existencia superior a esta vida terrenal, porque una forma tan intensa e injustificada de amar (tan peligrosa como placentera) no se explica con la ciencia, ni se entiende con la razón. Es un intento de trascender al nivel plano, chato, de la existencia humana. Es el camino por donde el ego del hombre destila toda su arrogancia: la creencia de que sólo su especie esta destinada a una vida superior después de la muerte.