miércoles, marzo 17, 2004

EL VENDEDOR DE GRASAS

Chamba es chamba, señores. No podía darme el lujo de patear latas de por vida. La situación se complicaba porque tengo esposa, dos hijos y una amante caprichosa por la que tengo que velar. Entonces, se habrán dado cuenta que resulta difícil solventarse todo eso, sin trabajar. No tengo propiedades y para mi mala fortuna mis padres son pobres y tampoco tengo un tío rico a quien heredar sus millones.

La verdad es que estoy dando muchas vueltas. Para decirlo claramente y superando la verguenza: mis padres todavía me mantienen. A mi y a mi familia. Comen mis hijos de la generosa contribución de su abuela, y con mi atadito que siempre me da mi mamá a escondidas de mi papá, me alcanza hasta para las apuestas de los partidos de fulbito con los muchachos, para las celebraciones con mis amigos mientras tomamos un traguito barato en algún lugarcito masomenos nomás. Y porsupuesto para los caprichos de Susy, mi amante.

La conciencia sensible de una persona como yo, me obligó a tomar la penosa decisión de buscar trabajo. Y en mi querido país eso resulta casi una lucha absurda, porque de buenos trabajos no hay ninguno y de malos trabajos y malpagados hay apenas unos pocos, que son disputados como en un circo romano entre todos los postulantes dispuestos a aniquilarse entre si. Mis contemporáneos eran eternos caminantes del sobre manila. Deambulando por la ciudad, de aqui para allá, dejando sus currículus en distintas oficinas con el sueño de alcanzar un puesto. Con mucha ( o quizá mala, no sé) suerte divisé un aviso diminuto en la sección empleos del diario que decía asi: ¿Quieres ganar mucho trabajando poco? ¿Eres diferente al resto y nadie te da una oportunidad? Nosotros buscamos gente como tú

Con los zapatos bien lustrados, la camisita bien planchada y peinado con raya al costado, estaba yo paradito en la puerta de un edificio, en la dirección que el aviso indicaba. La corbata era muy vieja, eso sí. Tan vieja que desentonaba con el resto del traje. Puede ser un punto en contra a la hora de la entrevista, pensé.

Sin embargo, a la hora de la entrevista, a la corbata ni la miraron. Quienes nos entrevistaron nos hicieron dos preguntas determinantes: diga usted su nombre completo y teléfono. Pudimos responder a esas preguntas sin mucho esfuerzo. Luego nos sentaron a los postulantes sobre sillas de plástico para escuchar el discurso convincente de un gordito que usaba una corbata y un reloj más finos que los mios y de todos los que estaban ahi.

El gordito conocía su cuento: se despachó un brillante discurso exhortativo acerca de la Voluntad Invencible del Espíritu Humano, de su fuerza maravillosa para vencer los desafíos y para demostrar su amplia cultura general terminó hablando de la Odaliscas que bailaban lam pei nao en las ceremonias de tributo a Buda por parte de los Hindúes.

Carambas, no sé cómo, pero me convenció. De pronto yo firmaba como un robot unos papeles que no sé qué significaban (después supe que era un Pacto de Caballeros o algo por el estilo) Y sólo cuando regresaba a casa pude reaccionar, y mientras metía la llave en la cerradura de la puerta de mi casa, me dije en tono de burla y con la más profunda y visceral ironía: mañana voy a trabajar por primera vez en mi vida y voy a ser Vendedor. Pero no seré cualquier Vendedor, sino seré un Vendedor de Grasas.

Pasado el tiempo, traté de ver el asunto con dignidad y decoro. Después de todo, a diferencia de mis contemporáneos, no pasé mucho tiempo deambulando con mi sobre manila bajo el brazo de un lugar a otro. Pero es verdad también que mi brillante trabajo consistía en vender Grasa Especial para el mantenimiento de ascensores. ¿Se imaginan? GRASA, por la granflauta, en la cima de todas las cosas increíbles que pasaban en mi país, yo iba a terminar vendiendo grasas.

Pero en mi defensa diré que no era cualquier grasa. Era una grasa muy fina y única en el mercado. Venía en bonitos frascos de dos colores: rojo y negro; según el caso para ascensores modernos y para ascensores clásicos. Esta descabellada empresa, contra lo que parece, resultó buena y mucho tuvo que ver la fortuna. O mejor dicho las burradas de nuetro presidente que generaba terribles cataclismos económicos que atentaban, no sólo contra los principios de la economía, sino que también atentaba contra la lógica. Así de un momento a otro, un kilo de arroz costaba tres veces más que el kilo de azúcar. Pero en un una semana el fenómeno se invertía. Una vez, en el colmo de las burradas del ministro de economía, tres panes costaban igual que un kilo de carne del mejor corte de bistec. Pero bistecs aparte, el producto resultó un gol de media cancha porque aquella coyuntura había propiciado que las compañías de mantenimiento de ascensores dispararan sus tarifas y entraron en serios problemas con sus clientes ( es decir los dueños de los edificios) que pusieron el grito en el cielo por los precios que rozaban las nubes. Pero las compañías de mantenimiento de ascensores no sólo habían formado un monopolio, sino que, con total impunidad se habían convertido en una mafia. Entonces, si ninguna compañía prestaba sus servicios de mantenimiento, los ascensores no podían seguir funcionando y por ende tampoco los edificios. El caos sería absoluto. La Asociación Nacional de Propietarios de Edificios Ascensorados (ANPEA) tuvo que aceptar a regañadientes las injusticias de los usureros.

Hasta que apareció la propuesta de nuestra compañía, que presentó su genial idea de una manera simple y efectiva, recurriendo a un eslogan harto conocido: Hágalo Usted Mismo Luego de una eficaz campaña publicitaria y la correcta promoción en puntos estratégicos, el producto no sólo tuvo acogida sino que fue visto poco menos que como el Mesías para los del ANPEA. De esa forma rompimos el monopolío de los usureros y los edificios reducirían enormemente sus gastos.

Sin embargo, mi ética me obliga hacer algunas observaciones. Como todo producto, tenía un punto debil. El talón de aquiles de nuestra maravillosa grasa era que no se untaba sola. Alguien debía hacerlo. Algún obrero debía untar con una esponja la grasa sobre los cables que sostienen la caja de ascenso. La grasa, con su fórmula revolucionaria, haría en tan sólo un paso todo el pesado circuito de tres etapas que los usureros de las compañías de mantenimiento de ascensores decían indispensables. Esa pequeñez fue el único punto debíl. Era apenas un taloncito de aquiles, que no mermó en absoluto su rotundo éxito.

No pasé poco tiempo vendiendo grasas, visitando edificios por aquí y edificios por allá. Con todo eso, sentí por un momento que mi vida tenía algún sentido y puedo decir que me acerqué a eso que llaman felicidad. Y es que todo me iba bien. Era casi una eminencia en mi trabajo y me había convertido en uno de los mejores vendedores de grasas de la compañía. Había sugerido capacitar a todos los vendedores para que ellos mismos se trepen sobre los escensores y hagan una demostración de su correcta utilización. Resultó necesario entonces una maleta más grande para cargar con el overol. Al momento de la demostración uno dejaba del lado el saco y los pantalones para enfundarse el overol oficial de la compañía de color verde oscuro. Mi sugerencia fue bien recibida y pronto se incluyó en la curricula para la capacitación de los nuevos vendedores.

Por aquellos días, sonreía mas que de costumbre y casi sin darme cuenta, tenía casi tres años en la compañía. Me compré un terno y por supuesto, una corbata nueva. En mi casa todos estaban contentos y hasta Susy sonreía satisfecha porque ahora sus aretes y anillos de fantasía los pagaba yo, y no mis padres. Creo que ya era justo colaborar con ellos. Iba a cumplir cuarenta años y era el momento de de tomar medidas drásticas. Y había comensado por una radical: buscar trabajo por primera vez en mi vida.