jueves, setiembre 23, 2004

conversación en un módulo

Estaban las sartenes humeantes, grasosas y revueltas sobre la hornillas apagadas, pero aún calientes. Sobre la mesa estábamos J, M y yo. Dispuestos a empezar a degustar la cena que habíamos preparado un poco a la volada: fideos con salsa de pescado y una crema de espárragos con pan al ajo.

Antes, habíamos fumado un poco de yerba y M no se sorprendió cuando sacamos el porrito y lo empezamos a fumar delante de ella. Por el contrario, nos pidió unos toques y nosotros gustosos accedimos convidarle esa grifita rimense que compramos donde el cabezón benites.

Antes, M había visto con cierta malicia la increíble empatía que había entre J y yo , que a pesar de ser hombres con pinta de inútiles para esos menesteres; limpiábamos, barríamos y cocinábamos como expertas amas de casa. Coordinábamos en todo y me pareció que ella se entretuvo mucho echando a volar su imaginación. La vi sonreír con cierta malicia imaginando no sé qué cosas entre J y yo.

Luego, mientras comíamos, hablamos de pintores. También peleas callejeras y del perro virgen de mi amigo. Pero principalmente hablamos de Julio Cortázar.

Cuando acabamos la comida propuse un cafecito como colofón de una comida que a los tres nos supo exquisita. Quizá más que por el sabor de la comida (que en realidad no fue muy bueno) por el contexto en qué había sido preparada: entre risas, buena onda y música de sex pistols.

Cuando abrimos la lata de Kirma nos dimos cuenta que estaba en las últimas. Vimos cómo J raspaba en el fondo de la lata el poco café ya medio seco que quedaba convertido en una lámina viscosa. Pero no sólo vimos eso, vimos algo más. Entonces en una maravillosa sincronía, los tres percibimos lo mismo y lo dijimos en voz alta y al mismo tiempo:

-RAYUELA!

Y nos miramos sorprendidos por esa coincidencia tan particular. Luego nos reímos e imagino que ya nos caíamos mejor de lo que ya nos caíamos.

Luego del café me dispuse a ayudarlos a levantar la mesa y lavar los trastes, pero ellos me dijeron que no era necesario y que ellos lo harían.

-En mi cuarto tengo un video de sex pistols en concierto –me dijo J –Ve colocándolo en el DVD que ahorita te alcanzamos.

Como eran muchos los platos y sartenes que lavar J y M se demoraban en venir y yo comencé a ver el video solo, suponiendo que ellos ya lo habían visto varias veces. Luego de un rato me olvidé de ellos y me entregué de lleno al éxtasis de la banda donde sid vicius entregado al desenfreno, y al parecer con varias líneas de coca dentro, sangraba de sus fosas nasales como un boxeador masacrado, pero sin dejar de tocar la guitarra. Ver la sangre de sid vicius me hizo imaginar cómo estaría su garganta, seca como un desierto. Me dio sed. Recordé que en la cocina había una jarra grande agua helada. Y fui por ella.

Mientras caminaba por el largo pasadizo que comunica el cuarto de J con la cocina percibí ese extraño aviso que mi sexto sentido me da cada vez que algún peligro está al acecho. Pero esta vez, como casi siempre, no le hice caso y seguí caminando rumbo a la cocina. Poco antes de llegar escucho unos ruidos extraños. Eran dos ruidos que pude percibir claramente.

Uno era de una silla que se movía arrastrando las patas por el piso. Deduje, por el sonido gimiente de las patas contra el piso, que la silla soportaba mucho peso y se arrastraba en pequeños movimientos intermitentes y muy bruscos eso sí. Poco antes de empujar la puerta, que extrañamente habían cerrado J y M, imaginé que el rechinar de la silla era como una queja porque no estaba acostumbrada a esos menesteres.

El otro ruido parecía el maullido de una gata. Pero no era una gata. Era M. Lo deduje antes de abrir la puerta porque si bien sonaba como maullidos, en éstos podía distinguirse claramente frases como “ ...puede llegar tu amigo en cualquier momento” “...no, por ahí me duele” entonces justo cuando ya empujaba la puerta descubro que los maullidos son jadeos...

Me petrifiqué al descubrir una escena hermosa: cortados por las luces desiguales que se filtraban por las ventanas semiabiertas , vi dos cuerpos desnudos y esbeltos entregados maravillosamente al placer y a la estética.

Congelado como una estatua de hielo, me quedé pensando en qué diablos era lo más correcto hacer en aquella circunstancia, es decir, estar a un paso donde J y M estaban cogiendo de lo más lindo.

Un poco en broma un poco en serio especulé con estas dos alternativas:

a) Como persona sensata y prudente que no soy, me doy media vuelta y me retiro despacito sin hacer ruido para que no adviertan mi presencia. O

b) Como persona moderna y sin prejuicios que soy podría aparecerme en medio de ellos completamente desnudo y con el fusil en ristre dispuesto a participar del banquete argumentando un lema harto conocido “donde comen 2 pueden comer 3”

Sin embargo fueron mis dotes de voyeur las que predominaron y opté por una tercera posibilidad: espiar.

Fue así como me quedé observando a M desnuda, ya no con el cabello amarrado como durante la comida, sino que ahora lo llevaba suelto como una amazona. De pie y un poco inclinada hacia delante, apoyando su peso sobre el respaldar de la silla, de la que se sujetaba con ambas manos. Su cuerpo sudaba y debido a las lunas tipo catedral de las ventanas, los rayos del Sol llegaban fragmentados y hacían que su dermis despida un brillo que resplandecía e iluminaba. Sobre los hombros de M las manos de J la dominaban y controlaban sus movimientos. La había tomado con ambas manos, con cierta rudeza (que en este caso embellecía la escena) y por momentos con una de ellas, le jalaba un mechón de pelo y la obligaba a doblar su cabeza hacia atrás. Las caderas filudas de J, en un vaivén rítmico y acompasado se flexionaban de atrás hacia delante, de adentro hacia fuera, una y otra vez. Entre sudores y maullidos felinos J entraba y salía de M.

Sin embargo, me detuve mucho tiempo observando las piernas de los amantes: era de un contraste muy llamativo: las de ellas con muslos gruesos y piel lustrosa, terminaban en moldeadas pantorrillas y delgados tobillos que anclaban en sus pies blancos y de venas hinchadas. Muy diferentes, tras las piernas de M , estaban las de J, de muslos flacos, de piel seca y abundantes vellos.

Ella era rosada, y él, blanco como la nieve.

Descubrí entonces que de tanto mirar las piernas no había advertido que M me estaba mirando mientras lo hacía con J. Me miraba impávida, como se mira a un profesor luego de una respuesta esperando un veredicto.

Fue cuando pensé en ti y en nuestras épocas de amor, broncas y travesuras en los altillos de algún barcito del centro de Lima. Y por supuesto, en los besos que con tanta pasión me diste, los mismos que me sacaron sangre que luego succionaste para beberte parte de mi alma.