viernes, setiembre 16, 2005

La despedida


Te va ganando, poco a poco, te va ganando. Se expande lentamente y se posesiona de lo que eres. Entonces, ya no eres lo que eras, eres otra cosa.

Cuando la vi partir en ese auto viejo, una aguda y punzante angustia, me asaltó. Entonces decidí visitar a mi amigo Juan, al convento de Chorrillos. El invierno había copado casi todo y el frío inclemente calaba los huesos. Mientras caminaba por las calles desiertas y ahogadas por la neblina, buscando un convento que parecía no existir, recordé a mi amigo Juan.

-Visítame para conversar –me había dicho con su acento francés, la noche anterior.

-Estaré ahí, a las cuatro en punto –le dije, antes de colgar el teléfono.

Ya eran las cuatro y yo caminaba por una avenida desierta, salvo por algunos autos que eventualmente pasaban a gran velocidad. Y yo, sin encontrar el convento. El frío se metía por debajo de las ropas y yo me frotaba los brazos tratando de darme calor. Estuve avanzando casi sin rumbo, cada vez más tentado de renunciar: estaba casi congelado, mi paciencia se agotaba y la tristeza se acentuaba. Fue cuando me topé con ese enorme portón de metal negro, que respondía a la dirección del convento.

-Pensé que ya no venías –me dijo Juan, cuando me hacía pasar.

-Me resultó difícil encontrar esta dirección –me excusé.

Lo recuerdo como una postal: su cabello alborotado por el viento, su mirada grave al ver mi apariencia angustiada, y como marco de fondo, el cielo plomo y penumbroso. Me abrazó y sentí contra mi cuerpo la fragilidad física de un hombre de ochenta años.

Puedo decir, sin temor a equivocarme, que el convento es un lugar especial. Tranquilo, enorme y silencioso; sus amplios jardines de árboles enanos y su arquitectura colonial, me hicieron pensar en un albergue especialmente diseñado para rescatar almas ensombrecidas. El amplio convento desemboca en un malecón con vista al Océano Pacífico.

Me preguntó si quería ver el mar.

En ese instante, el cielo plomo reventó a llover. Una fina e intensa garúa comenzó a humedecerlo todo. Sin importarnos la lluvia, caminamos hasta el malecón y vimos abajo, la playa: unos cuantos surfers desafiaban el frío y la bravura del mar. Empecinados en su oficio, remaban sobre sus tablas buscando una ola que puedan dominar. En silencio y sin decir una palabra, observamos unos minutos el paisaje.

Luego fuimos a su morada. Cruzamos el jardín, descendimos unas cuantas gradas de una pequeña escalera e ingresamos por una puerta de madera antigua. Su habitación era espartana: una pequeña litera, dos sillas y una mesa de trabajo, eran todo lo que había. En una de las paredes, un crucificado tallado en madera. Se podía sentir algo especial en aquel pequeño recinto: un olor antiguo y añejo dominaba el ambiente. Y eso tranquilizaba.


Nos sentamos frente a frente, en unas sillas de roble antiguo que crujían con el movimiento de nuestros cuerpos. Comenzamos a platicar. O mejor dicho, yo hablaba, mientras él escuchaba. Le hablé de ella, de mis temores, y sobre nuestro futuro: hasta hace poco tan sólido y prometedor, y que ahora se disolvía en una nebulosa de inseguridades. Le hablé mis angustias y de los sueños horribles que me levantaban sudando por las madrugadas.

Le dije todo.

Sus ojos serenos me observaban y transmitían mucha paz, era como si mis angustias menguaran frente a este oráculo francés de ochenta años. El sosiego se apoderó de mí y como por arte de magia, las angustias casi desaparecieron. No, no es que desaparecieran; seguían ahí, pero ya no importaban tanto. Por la pequeña ventana, observé la lluvia, el cielo, las nubes; pensé en Sábato y los ciegos del mundo, en Galileo y los astros, en los millones de años que han transcurrido en este planeta, en las cosas que ya han ocurrido y las que están por suceder. Pensé en una gota del océano y en una arenita del desierto. De pronto, lo grave ya no era tan grave. Era como ver mis penas a la distancia, como ajenas, impersonales.

-¿Tienes hambre? – me preguntó, de pronto, como adivinando. (Bueno, es un oráculo, no debe sorprenderme)

Recordé entonces que, si bien eran casi las 5 de la tarde, no había desayunado, ni almorzado. De una mochila grande, sacó tres plátanos de seda y me los ofreció. Yo detesto los plátanos, pero en aquel momento, los devoré por completo. Nunca un alimento me supo tan delicioso. Sobre su mesa había una jarrita de agua, de la que me sirvió un vaso. Ése fue mi almuerzo: plátanos de seda y un vaso con agua. Y me supo delicioso.

Hablamos de la vida, de lo que se entiende por amor, el que ama sufre; es una regla universal, muchacho.

Me hubiera gustado que ese momento dure para siempre, podría haberme quedado así, sentado y hablando con ese hombre, para toda la vida. La paz que transmitía era asombrosa. Me dijo que las diferencias que teníamos con mi novia eran normales y que si éramos inteligentes podríamos volverlas complementarias: Ella, práctica, eficiente, hacedora de lluvias; yo, reflexivo, soñador, oasis en el desierto.
El amor –el verdadero amor-es cosa de locos.

Entonces, casi al finalizar mi visita, me dijo que ya tenía ochenta años y que luego de estar mucho tiempo aquí, había decidido regresar a Francia. Mi ciclo en este país ha concluido, este será el último viaje que haga en mi vida. Me voy a mi país para esperar la muerte. Su rostro sereno me hizo entender aquella confesión terrible, como un acto de madurez extrema. No estaba asustado, ni triste, tampoco resignado; era la sabiduría que lo hacía ver las cosas así.

Me gustaría verte una vez más, antes de partir, me dijo, cuando estábamos en el portón negro, a punto de despedirnos. Me gustaría conocer a tu chica, que por lo que cuentas, es una gran mujer; me gustaría verla a los ojos y decirle que es afortunada teniéndote a su lado (esto lo dijo porque es mi amigo). Fue entonces, cuando por primera vez, lo vi conmovido. Sus ojos claros despidieron un brillo inusual y yo sentí que se iba a quebrar en cualquier momento. Nuevamente, al igual que cuando llegué, el viento alborotaba sus cabellos y sus ojos brillosos comenzaron a observar todo a su alrededor, como despidiéndose para siempre, del convento, del mar, de su morada… de mí.

Antes de despedirnos, lo abracé muy fuerte y le di un beso en la mejilla.

Cuando se cerró el portón, vi que las pistas y veredas estaban plateadas por la lluvia, resbalosas y solitarias. Mi boca expulsaba aliento tibio y se formaban bocanadas de humo, como si fuera una chimenea. El cielo ya estaba oscuro y, contrastadas por las luces de los postes, se podían ver las filudas gotas de la garúa incesante que caía y caía. Comencé a caminar, y de rato en rato, volteaba a ver el convento, y cada vez que lo hacía, se veía más pequeño.