lunes, febrero 28, 2005

Katay Shay

Por tercera vez, el juez le preguntó a la chica de botitas rojas si era realmente amiga del acusado.

La mujer tuvo el coraje de verle los ojos al acusado y sostener su mirada por unos segundos. Luego se dirigió al juez.

-No lo conozco – negó por tercera vez.

El martillo del magistrado se estrelló contra la mesa y el acusado se convirtió en condenado.

Ya en el patíbulo, mientras los verdugos disponían de los últimos detalles, el condenado no le quitó la mirada de encima a la chica de botitas rojas. Y ella pudo leer en sus pupilas todo lo que no dijeron sus palabras.

Y sin quitarle la mirada de encima, el condenado hizo puño con su mano derecha y la alzó por delante de su pecho. Todo el pueblo que se había reunido en la plaza alrededor del cadalso, observó ese puño. En ese momento, el verdugo ajustó el nudo de la cuerda sobre su garganta. Lo apretaron tanto que le salieron lágrimas por la sola presión y se le nubló la vista. Y mientras el verdugo con la mano en alto indicaba que todo estaba listo,
del puño cerrado se levantó erecto su dedo medio y se lo enseñó a la chica de botitas rojas.

Era un dedo muy grande, cuya tercera falange resultaba enorme y desproporcionada. Todos supieron para quién estaba dirigida.

Después, lo ejecutaron.

Al siguiente día de la ejecución, los diarios coincidieron en titular que lo sorprendente del acto fue el rostro que tenía el cadáver. Era una expresión extraña para un muerto, una expresión de sueño profundo, casi de satisfacción. Un diario sensacionalista de Colombia tituló así: Era el muerto más hermoso del mundo.