jueves, julio 22, 2004

la feria del libro

Sentado frente a una computadora de color azul iba a comenzar a escribir un cuento sobre dos amantes. Cuando presiono la primera tecla para comenzar la historia siento que algo se mueve dentro de mi. Obsesionado con la historia que me carcome no le doy importancia a ese detalle y continúo tecleando para continuar con mi tarea, soportando las cosquillas misteriosas que me hacen dar saltitos sobre mi silla. Sigo escribiendo hasta que la molestia se hace insoportable y me obliga a parar. Entonces, advierto con cierta sorpresa que cada vez que presiono una tecla, un remezón muy vivo se produce en el interior de mi estómago. Hago una prueba: presiono la letra R con el índice izquierdo y siento una especie de espasmo, breve pero intenso. Luego con el índice derecho presiono la letra D y aparece la misma sensación. "No me vas a vencer", me repito, recordando que terminar la historia es un asunto capital. Vuelvo a presionar más teclas para avanzar la historia y nuevamente aparecen los cosquilleos y sacudones que me hacen saltar de la silla.

Es cuando descubro que escribiendo de pie me resulta más fácil continuar y haciendo un supremo esfuerzo para controlar las cosquillas espasmódicas que me asaltan, continúo avanzando, tecla por tecla, la historia de los dos amantes. Es una tarea que demanda mucho esfuerzo: tecla y espasmo, tecla y espasmo; voy dando cuerpo a la historia. Cuando coloco el punto final, siento que ya no puedo más. El malestar me ha posesionado y se ha convertido en algo que no puedo definir. Siento como si hubiera tragado polillas.

Polillas aleteando dentro de mi estómago. Sí, eso es exactamente lo que siento. Miles de polillas revoloteando en mis visceras, abriéndose paso entre mis tripas con su aletear terco e incansable en busca de la luz que las seduce. Habitan junto a sus larvas inquietas en las acuosidades fermentadas por mi hígado y mis riñones. De la boca de mi estómago surge una mano que estrangula a las polillas tratando de evitar que se multipliquen y rebalsen el estrecho espacio que habitan. Pero no es suficiente, son muchísimas que se reproducen con una rapidez asombrosa, y con cada segundo que pasa, van sobrepoblando toda esa bolsa de músculos y carne que llamamos estómago. Estómago que se va haciendo pequeño para contener a tantas polillas, cuyas larvas empiezan irremediablemente a alimentarse de mis vísceras.

Entonces, ya sin riñones y sin hígado, las polillas tienen más espacio y seguirán proliferando hasta adueñarse de todo mi cuerpo que ya no podrá contener al millón de bichos que se revuelven afiebrados e inquietos por alcanzar la luz. Entonces mi abdomen comenzará a inflarse y la gente observará sin mucha sorpresa, cómo las primeras polillas fugitivas salen disparadas una tras otra por mi boca y por mis fosas nasales. Algunas se abrirán paso entre mis orejas e iniciarán su vuelo fugitivo hacia la libertad, hacia la luz. Desaparecerán mis pupilas hasta dejar mis ojos completamente blancos, mientras mi cuerpo, convertido ya en un surtidor de insectos plomos y alados, convulsionará hasta que mi abdomen, abultado como el de un Buda, no soporte más y se abra de par en par, desde el ombligo hasta el pecho, derramando por el suelo millones de larvas y polillas revolvíendose unas sobre otras, formando una alfombra viva de color gris. Y sobre ella aterrizarán, flotando como una pluma, los papeles recién escritos con la historia de los dos amantes.