lunes, setiembre 12, 2005

Cuestión de honor

El viento gélido silva y hiela los rostros de los periodistas que han llegado de la capital. Con pocas horas de estar en la sierra, ya saben lo que es el soroche: tienen problemas para respirar y sienten un fuerte dolor de cabeza. Nunca antes han estado a tantos metros sobre el nivel del mar. Las montañas de la cordillera, que flanquean el pequeño poblado, lucen una impresionante corona nevada; y cielo, poblado de nubes turbias, amenaza con llover. Sin embargo, de nada ha servido soportar el duro viaje. Los visitantes están extrañados por la noticia que el Regidor les acaba de informar: el Alcalde los ha dejado plantados. Pero su extrañeza se convirtió en sorpresa cuando supieron el verdadero motivo que tuvo para faltar a la cita.

-Las personas de las ciudades nunca entienden estos asuntos –dijo el Regidor -aquí las cosas funcionan de otra manera.

Es por eso que Don Justo Quispe no volverá hasta encontrarlos y si es necesario buscará hasta debajo de las piedras. A pesar de ser un hombre de conducta pacífica y ejemplar en el poblado, hay ciertas cosas que no se pueden permitir en este rincón del mundo. Porque parecía imposible que Don Justo se haya levantado de la mesa de su despacho, la misma que no abandonaba en todo el día salvo para ocuparse de sus necesidades básicas. Infelizmente casado con Doña Atilia Paúcar, con quien compartía veinte años de un matrimonio sin hijos. Se trataban como dos personas que veían en el otro algún tipo de castigo. Quizá por ello, nunca hubo una frase cariñosa entre ambos. Por el contrario, no perdían la oportunidad para agredirse mutuamente en la primera ocasión que se presente. ¿Por qué seguían juntos entonces después de 20 años? Al parecer algo muy fuerte los unía. Algo que nadie en el pueblo sabía.

-Pero si ni siquiera la quería –pregunta el periodista, extrañado-¿no le ha hecho un favor más bien, llevándose a la razón de sus penurias?


-Pues aunque usted no lo crea, eso no es lo más importante –aclara el Regidor.

Era verdad. En este rincón de la sierra central, triste y penumbroso por su geografía, los códigos de honor que tienen los hombres están sobre la inteligencia. Lavar con sangre la afrenta es un derecho que todo el poblado respeta, aún sabiendo que es contra la ley. Los periodistas habían venido a entrevistar al alcalde sobre el descubrimiento de unas momias encontradas accidentalmente mientras se hacían excavaciones para instalar conexiones de servicios sanitarios. No sólo era eso, había la posibilidad de crear un museo y convertir el distrito en zona turística; el alcalde estaba feliz de dar esa entrevista. Pero esa entrevista se podía convertir ahora en un reportaje policial.


El suceso ocurrió la madrugada del domingo 26 de mayo, en los estragos de la fiesta patronal. El ingeniero Damián Valverde había llegado de Lima para asesorar al Alcalde en un proyecto para difundir el turismo y generar el desarrollo de la región. Como todo visitante, el ingeniero participó de la fiesta, danzó, comió y bebió con los pobladores, a quienes cayó bien por su carácter bonachón. Muchas mujeres solteras estaban encantadas con la personalidad del capitalino y durante la fiesta no le quitaron los ojos de encima. Sin embargo, el ingeniero, completamente borracho, no sucumbió a los coqueteos de las mujeres solteras y jóvenes, sino más bien a las insinuaciones de doña Atilia, de carnes suculentas y mirada insinuante. Cuentan algunos testigos que los vieron por la madrugada en las afueras del local comunal, retozando sobre césped en medio del canto matutino de los gallos. Luego se los vio perderse por la colina, rumbo a la puna. Los testigos soltaron la noticia y poco después todo el pueblo sabía lo que había ocurrido.

Fue cuando lo vieron salir de su despacho, la alforja al hombro y masticando hojas de coca. Su paso era firme, pero sereno. Dejó atrás la Plaza de Armas, cruzó el puente y enrumbó hacía la puna. Los más curiosos observaron su machete colgado al cinto.

Poco después, llegó la policía. El comisario –quien, como todos en el pueblo conocía a Don Justo -preguntó los pormenores del asunto y no pareció sorprenderlo la actitud tomada por el agraviado. Más por rutina que por convicción, ordenó a tres suboficiales iniciar la búsqueda del cazador y los fugitivos.

-Es muy difícil que los amantes escapen de él –dijo el Comisario, observando la inmensidad de la colina –Don Justo conoce estas zonas mejor que nadie.


El periodista no entendía esa fijación obsesiva que tienen las gentes de ese lugar con eso que llaman honor. A esta gente que vive en la pobreza y no tiene nada, sólo le queda el honor, pensó.

De pronto, las nubes oscuras rompieron a llover. El Regidor sugirió que todos entren a la Municipalidad para protegerse del aguacero. Una vez dentro, dijo que Don Justo como alcalde del pueblo y hombre de honor, regresará a ponerse a derecho una vez lavada la afrenta.


-Me dará mucha pena tener que arrestarlo por ello –dijo el Comisario. Luego, dirigiéndose a los periodistas, agregó -Pero si ustedes quieren, antes le daré un tiempo para que puedan hacer su entrevista.