domingo, mayo 16, 2004

La cabecita nomás (lo prometo,mi amor)

-Ya te dije que no quiero –suplicó Rosario, tratando de librarse de esas manos que con vehemencia se filtraban por debajo de su ropa –suéltame, por favor.

Sentía un fuerte olor a vino. Lo que no sabía era si el tufo provenía de ella o de su amigo.

-¿Qué pasa? –dice Geampierre, inmovilizándola con uno de sus brazos -¿Acaso no quieres? -Con el otro, intentaba desabotonar la blusa blanca que era parte del uniforme que vestía desde que comenzó a trabajar en el banco. –¿Cuál es el problema?

Se acercaba tanto a ella que la obligaba a retroceder. Y así, entre forcejeos fueron moviéndose por toda la primera planta de la casa vacía. Desde la sala, donde derribaron dos sillas, pasando por la cocina donde destrozaron un plato y una taza que se estrellaron en el piso, hasta llegar al baño, donde Geampierre la tenía arrinconada contra las mayólicas celestes de la pared del baño. En el vaivén uno de los tacos de Rosario se quebró.

-No, no quiero –vuelve a suplicar Rosario, –Voy a gritar si no me sueltas.

Rosario se estremeció cuando sintió una mano sobre su pelvis. Una olvidada vibración la llevó al olimpo por unos segundos.

-Es muy rápido, todavía no nos conocemos lo suficiente –fue la última súplica que pudo hacer Rosario. Las fuerzas para defenderse se le escapaban y las ganas de ceder crecían.

Entonces el brasiere cedió. Un leve sonido fracturado anunció el éxito de su escurridiza mano que, filtrada debajo de la blusa, consiguió con mucha habilidad vencer la barrera del sostén negro 36B.

La besó en la boca, en los ojos, en la mejilla y su áspera lengua barrió la tersa superficie de su cuello.

Mi madre, qué rico es esto, pensó Rosario. Su cara, sus orejas y todo su cuerpo estaban hirviendo. Estoy hecha una sopa, pensó.

Las manos de Geampierre eran incontrolables. La tocaban aquí y la tocaban allá. La oposición de ella era cada vez menos decidida. Y el olor a vino que la embrutecía. Estaba a punto de quitarle la cadena a la bestia salvaje que dormía dentro suyo, a esa afrodita irremediable, a ese instinto de puta que había conseguido domesticar con mucho esfuerzo.

-No te conozco lo suficiente –repitió –no te conozco lo suficiente, ¿qué vas a pensar de mí?

Pero ya había perdido. Su cuerpo, recostado contra las mayólicas celestes del baño, no era más que músculos flácidos. El botón metálico de su pantalón, terminó reventando. Cuando lo oyó rodar por el piso, supo que estaba perdida.

-Te la voy a meter todita –le susurró Geampierre al oído, cuando ambos pantalones ya estaban debajo de las rodillas.

-No te conozco lo suficiente –repetía, mientras abandonada al placer, besaba el cuello de su amigo–no te conozco...

En ese momento se terminó de convencer que el vino le desarrollaba el olfato de manera violenta, tanto que podía sentir ese hedor a macho bruto y salvaje que le producía un vértigo tan intenso, que llegaba al punto de sentir que se desmayaba.

En un momento dado, ya no le importó su decencia miraflorina y sin más se prendió del miembro de su amigo.

-No te conozco lo suficiente- le decía, mientras le estrujaba el bulto de su pantalón – no te conozco...


Epílogo:

-Por favor, no la metas, no la metas –suplicaba Rosario con voz bajita, casi como un susurro.

-¿Que no la meta? -contestó él, sorprendido y babeante –Pero si ya está adentro!