sábado, julio 24, 2004

La novia (pero no la de Tarantino)


Tiene pecas menudas y casi invisibles poblando todo su rostro. Unas pecas muy parecidas a las que tiene en los pechos, pero más pequeñas que las que tiene en las nalgas. Donde no tiene pecas es en sus piernas blancas y contorneadas. Pero sí es dueña de un lunar marrón y amorfo que fue a parar en el interior de su ingle derecha; lunar que ella detesta y yo adoro.

Ella se viste con colores oscuros y gusta de la ropa ceñida, muy ceñida; lo suficiente para sentir que la están apretando. Eso la excita. Eso también la define. Una dama muy especial para ponerse la ropa. Para quitársela en cambio, no se hace problemas. Lo hace con una vocación natural, avalada por sus palpitaciones y su deseo.

Usa un celular que timbra muy seguido. La llaman personas desconocidas y ella hace citas para encuentros furtivos que no tendrán más trascendencia que un arañón en la espalda o una marca en el cuello. Gracias a esas marcas en el cuello y a los arañones en la espalda, puedo yo usar ropa fina y disfrutar de la vida. Me costó trabajo acostumbrarme, pero su sonrisa pervertida y su sexo descarnado me ayudaron a olvidar y pasar por alto cosas que, de otra manera, no hubiera podido.

Ella me escogió. Me señaló de entre muchos de los que estábamos libando cerveza a su lado y decidió que yo fuese su feliz víctima. Ella es una dominatriz, cuyas técnicas sofisticadas aprendidas en Europa, yo disfruto sin más costo que mis nervios y mis manos húmedas.

Cuando hacemos el amor no decimos palabra alguna, pero nos miramos a los ojos tratando de no parpadear, de no perder ningún detalle que se sedimente en el olvido. Su carne es salada y sus gemidos son sinceros, secos y cortantes como una daga. Sus labios arden como una lengua de fuego. Tengo los labios calcinados y en mi cuerpo impreso como un sello, su olor embriagante; tan intenso que convierte a sus víctimas en un vaho tibio que ella aspira con desesperación.

A pesar de todo, nos tomamos de la mano y caminamos por las calles del jirón, mientras degustamos helados de fresas y fornicamos bajo la primera sombra que se cruce en nuestro camino.