jueves, abril 14, 2005

SUMOPONTÍFICE

Su incomodidad era mayor cuando quería hablar y no le salían las palabras

Porque le hubiera gustado decirle a sus cardenales que ya sabía que muchas imprentas habían mandado imprimir millones de posters con su rostro y que estaban ya terminados muchos libros sobre su vida. Solo esperaban que suceda lo que tenía que suceder para que el negocio comienze a rodar.


El hombre supo que, a pesar de todo lo que se ha esforzado por mejorar el Mundo, partirá de esta vida dejando a la especie humana sumida en la oscuridad y las tinieblas. “Tanto como para que un hombre de negocios se lamente porque mi agonía se hace más larga de lo que debería ser. Mi longevidad es su peor castigo” piensa, mientras los doctores lo revisan.

A diferencia de su voz apagada y su cuerpo inmóvil, la vivacidad de sus pequeños ojos azules era sorprendente, sus inquietas pupilas miraban de un lado a otro con mucha vivacidad, escudriñando a los renombrados médicos, quienes parecían discutir sobre su vida como si él no estuviera presente. Hablaban y decidían sobre él, ya sin consultarle, como si no los estuviera oyendo. Sintió la frustración de saber que, a pesar de su lúcida mente y fresca memoria, no tenía ya decisión sobre él mismo.


Su gran serenidad y abnegación para enfrentar los caminos difíciles no impidió que, en ese momento crucial de su vida, tenga un profundo sentimiento de incomodidad. Los galenos lo miraban a los ojos y le disparaban rayos de luz con esas lámparas pequeñitas, mientras las enfermeras le colocaban cables en le pecho y le tomaban el pulso. Un monitor al costado de su cama señalaba una zigzagueante línea de color azul marino que indicaba que su vida continuaba.

Su incomodidad era mayor cuando quería hablar y no le salían las palabras

Llegaron sus cardenales y hablaron con el Jefe del equipo médico que había sido puesto a dedicación exclusiva del Papa. El doctor explicó que su santidad había perdido el habla y había adelgazado 19 kilos en apenas dos meses. La advertencia fue muy clara: su situación era de sumo cuidado y corría el riesgo de hacer un cuadro de septicemia. En nombre de la iglesia católica, el Camarlengo exigió a todo el equipo médico que reanimen al jefe máximo a como dé lugar, porque era viernes santo y su presencia era indispensable, puesto que según la tradición nunca un papa había dejado de asistir a la misa del lavado de pies.


También reclamaron que era necesario que, como ya era costumbre en el vaticano, aparezca en su balcón y dé la bendición a los miles de fieles que se congregan y se apostan bajo su ventana esperando su bendición papal.

Le inyectaron vitaminas y reanimantes artificiales para sentarlo en su moderna silla de ruedas computarizada y llevarlo hasta el balcón. Antes, un equipo de estilistas florentinos lo maquilló durante una hora, tratando de mejorar el aspecto de un ser que agoniza.

Afuera, se oían los gritos animosos de los miles –quizá millones- de jóvenes católicos que coreaban su nombre y esperaban ansiosos su aparición. Mientras, en el interior de la habitación, sus asistentes personales le acomodaban la mitra que se había ladeado ligeramente hacia la derecha. Se sorprendía que sus cardenales se hayan olvidado que él no era muy afecto a esos cuidados excesivos que lo hacían sentirse un títere. Lo peinaban y lo maquillaban como a una modelo de pasarela, no podía entenderlo. Cuántas veces en su labor pastoral habló a los católicos al aire libre, con el viento alborotando sus largos cabellos que hoy ya no tiene.

Su incomodidad era mayor cuando quería hablar y no le salían las palabras

Entonces lo acercaron lo más que pudieron hasta el balcón y luego las cortinas con enchapes de oro se descorrieron (no sin antes esconderse todos los médicos y cardenales de modo tal que una vez descorridas la cortinas la muchedumbre únicamente observe la imagen del papa) y la imagen enjuta de un anciano de cabello cano y vestido de blanco quedó expuesta a la gran masa de gente que ovacionó su aparición de manera estruendosa.

Sus diminutos ojos azules fueron heridos por el sol radiante que ingresó a la habitación.
Los cerró completamente y sólo escuchó el bullicio que su aparición generaba en esa masa de gente. "Antes de dejar el mundo me he convertido en un ícono mediático. Probablemente cuando muera se venderán millones de camisetas con mi imagen impresa en la tela, es probable que muchos se tatúen mi rostro en el pecho o en el brazo. Soy un Papa globalizado porque mi desaparición va activar la economía mundial", pensó para si mismo con profunda ironía.


Imaginó que los editores de libros se deben estar frotando las manos, porque las biografías que se escribirán sobre su vida serán los libros más vendidos en el mundo. Tentado por la vanidad, su pensamiento especuló con la posibilidad de que ningún humano en el mundo despertaría tanto interés como él. Pero unos instantes después entendió que estaba blasfemando y pidió fuerzas al supremo para soportar con valentía esos momentos (los más importantes) de su existencia y no sucumbir a las sutiles tentaciones del demonio.

“Miren, está sonriendo” exclamó sorprendido uno de los médicos. “Es un milagro”

Entonces, en medio del júbilo popular, la mente del papa se aisló de ese entorno y volvió a pensar en los hombres y sus afanes desmedidos por hacer dinero con su muerte. Sabía que el hombre de negocios era el principal interesado en que su resistencia a la muerte no dure tanto. Había millones de impresos esperando salir a la venta para que todos los creyentes compren ese pedazo de papel con su cara impresa como una señal de devoción. "
Moriré y el mundo seguirá igual. Estoy muriendo sin tener la certeza de que no volverá a haber otra guerra. Estoy muriendo dejando al mundo partido, …¿Mi paso por este mundo, habrá contribuido a mejorarlo?"

Sus meditaciones fueron interrumpidas cuando sintió que su propio brazo se alzaba sobre su hombro sin que él haga nada. En medio de los gritos de júbilo por el saludo de su santidad, sus febriles pensamientos apuntaron en un primer momento al poder del supremo que le daba fuerzas para levantar esa extremidad que desde hacía mucho no podía mover por voluntad propia. Especulaciones que fueron desterradas cuando descubrió que el camarlengo ( el mismo que insistió con reanimarlo a como dé lugar) escurrido con astucia clerical, por debajo de su santidad, le levantaba el brazo por detrás sin que nadie de la muchedumbre pueda notar su función de titiritero.


Los doctores dijeron que era suficiente. Que no podían tenerlo más tiempo a la intemperie, sin exponerlo a la muerte. Hubo una discusión entre el jefe del equipo médico y el camarlengo (el mismo que exigió lo reanimen cueste lo que cueste) originado por la disyuntiva de priorizar entre la salud del papa o su responsabilidad como jefe supremo de la iglesia católica apostólica y romana. Esta vez el médico logró imponerse. Las cortinas se cerraron y ya sin consultarle (hasta hace poco le consultaban todo y él, con una sola venia hecha con su cabeza, daba su aprobación o su negativa) pero ahora, ante su supuesta incapacidad para hablar quien tomaba las decisiones era el camarlengo, tal como estipula la tradición romana.


Lo volvieron a llevar a la sala de cuidados intensivos hasta que sea necesaria una nueva aparición pública.

Su incomodidad era mayor cuando quería hablar y no le salían las palabras

Mientras avanzaban con la silla de ruedas rumbo a su habitación, el ex soldado, ex atleta y poeta se quedó dormido y tuvo un sueño hermoso: había recuperado el don del habla y les decía a sus cardenales con una voz potente y firme que no estaba de acuerdo con todo eso que estaban haciendo.


Epílogo:

Era una plataforma al descubierto donde estaba siendo exhibido al público. Un grupo selecto de cardenales tenían el privilegio de cargarlo. Avanzaban a paso lento y con rostros compungidos.

El cuerpo, maquillado por los mejores profesionales romanos de estilismo necrófilo, se veía hermoso a la distancia. Vestido con traje impecable, donde no faltaba ni el roquete, la mitra, la estola, ni el báculo. (¿Cómo hacían para que lo sostenga y no se cayera?) Cada una de las piezas tenía acabados en oro que se encendían vivazmente con los flashes de las cámaras fotográficas.

Para satisfacción del camarlengo, era una ceremonia apoteósica, impresionante: todo el exceso y lujo del vaticano exhibiéndose ante el mundo. No sólo eso, la multitud agolpada contra las barreras de seguridad que había dispuesto la policía había colmado con creces sus expectativas. Eran millones de personas que habían llegado de todo el mundo.

Una vez que el cuerpo era devuelto al frigider que lo conservaría durante una semana, los jóvenes sacerdotes encargados de su cuidado, descubrieron que el cuerpo estaba en realidad amarrado a la plataforma con gruesas sogas que habían cortado parte de los brazos y piernas y producido manchas cárdenas en su piel engrasada.

Sin embargo, poco o nada era esta impresión que tuvieron los jóvenes prelados cuando vieron el rostro del santo padre. Visto de cerca era una cosa muy distinta de lo que se veía por la televisión o a la distancia. En realidad es un amasijo de cera amarillo, preparado por los necroestilistas.


Todos lo pensaron pero nadie se atrevió a decir que al jefe de la iglesia esas cosas no le gustaban.