martes, junio 14, 2005

TODO POR PLACER

El mayor esfuerzo intelectual de mi vida no ha tenido que ver con asuntos universitarios. No ha tenido que ver tampoco con algún trabajo por el que me retribuyan un dinero. Ha tenido que ver con el placer. El placer de SUMERGIRME EN UNA BUENA LECTURA, que no es lo mismo que simplemente leer. Lo primero implica abstraerse en la lectura no sólo con la razón misma, sino también con los sentidos. De ese modo, la lectura se convierte en la conjunción gozosa del espíritu con la mente.

Se trata de aprehender un texto más allá de su sentido literal, comprendiendo que su valor no sólo radica en su mensaje mismo (contenido), sino también en la adición de distintos elementos que avanzan en la misma dirección, pero por diferentes caminos; músicos con diferentes instrumentos pero que leen el mismo pentagrama y arman una orquesta; ese concepto trasladado al campo del arte, no es otra cosa que una obra de arte.

Una verdadera obra de arte es la feliz y afortunada conjunción de diversos elementos, que van desde lo más racional hasta lo más instintivo. Es verdad que también entra en juego un factor irracional, un “algo” indescifrable que sentimos pero no entendemos. Ese “algo” es el resultado de alguna nebulosa que esconde profundas marcas en la vida del creador y reverberan de diversas formas.

Muchas almas se liberan a través del arte: una escultura, una pintura, un poema, son obras de arte porque con ella también se va algo de su creador. Cuando el artista finaliza una obra que le costó pulsaciones, sudores, desvelos y temblores; el artista ya no vuelve a ser el mismo de antes.

Eso explicaría el porqué muchas veces el trabajo más arduo, no es necesariamente el que se erige como una verdadera obra de arte; además de mucho esfuerzo y dedicación, intervienen otros elementos que no se pueden prever, ni siquiera explicar, pero se sabe que existe. Es ese elemento irracional que muchos califican de azar, pero que yo sospecho que de azar no tiene nada y sí mucho de desconocimiento; no dudo que algún día la ciencia podrá explicar que ese azar tiene una explicación lógica y demostrable, pero que hoy no estamos en condiciones de descubrir.

Ahora bien; no todos los libros nos ofrecen esa posibilidad. Son los grandes maestros de la literatura quienes con su talento y esfuerzo han podido construir obras que han sobrepasado las capacidades mismas del lenguaje, rebalsando su espacio limitado, buscando colonizar nuevos espacios en el mismo ser humano.

Me gustaría citar a dos autores que me asesinaron y me volvieron a revivir, más de una vez, aunque de distintas maneras: Gustave Flaubert (Madame Bovary) y James Joyce (Ulyses). Estos dos maestros y genios del siglo XIX y XX respectivamente, se propusieron sobrepasar las capacidades comunicativas del lenguaje. Y lo consiguieron. Lo de ellos no pasa únicamente por contar una historia, su ambición consistía en tocar otras fibras ajenas para la lenguaje y la lectura, espacios aún no explorados hasta entonces.

Esos elementos transforman un buen libro en una verdadera obra de arte. Uno de eso elementos es la musicalidad. Hubo autores que buscaron armonía sonora en la composición de sus frases, cuando las palabras no sólo cumplen la función de definir algo, sino que además, buscan una estética sonora. Esa musicalidad fue una de las grandes obsesiones del escritor francés Gustave Flaubert, quien llevó al extremo sus esfuerzos por alcanzar la perfección: antes de poner el punto final a su obra cumbre -Madame Bovary- la sometió a la prueba del sonido. Y se pasó recitando en voz alta, frase por frase, todas las cuartillas que había escrito; y no aprobaba un solo párrafo, si su oído no le decía que en dicha frase había música además de mensaje. Una gran frase debe sonar bien, era la máxima del escritor francés.

Sobre James Joyce y el Ulyses ya escribí antes:
http://davidfalcon.blogspot.com/2004_08_10_davidfalcon_archive.html

De esa manera, cuando nuestros sentidos alertas, agudos y predispuestos se enfrentan a un texto de semejante calibre, el lector recibe varias recompensas (no sólo el mensaje literal, sino también los contenidos no literales); lo bombardean sensaciones por todos lados, lo estimulan en múltiples direcciones; es entonces cuando se puede alcanzar, ni más ni menos, que un orgasmo mental. Sí, aunque suene así de extraño. Es la comparación más cercana que se me ocurre para definir esa sensación suprema de quedarse paralizado frente a un texto por la contundencia de su contenido (como si nos golpearan de veras). Cuando sentimos que tamaño descubrimiento es demasiado para nuestra capacidad (al igual que con un orgasmo) de pronto ya no queremos que nada más se interponga, cualquier otro elemento es ajeno, se convierte en interferencia y hace ruido. Hasta que nos rebalsamos. Llegamos al punto de pensar (mientras dura el pico del orgasmo) que ya no es posible sentir más intenso, que ya no tenemos cuerpo -o espíritu- para soportar tamaña descarga.

Entonces el libro se me cae de las manos porque pesa demasiado.

Entiéndalo bien: la lectura no puede ser accesoria, tiene que ser elemental.