jueves, octubre 07, 2004

comer resfriado

Hay algo que sí le desearía a mi peor enemigo: ir a comer un platillo delicioso (el que más le apetezca) con un constipado insoportable. Ése es, para mi, el peor castigo para alguien que gusta mucho de la buena comida

Al menos para mí, que disfruto las mucho y creo que el placer de entregarse con pasión sobre una delicia culinaria es un legítimo derecho de cualquier ser humano.

Es más, me atrevería a decir que la gula no la considero un pecado capital, ni ninguna otra cosa nociva. Porque según entiendo me parece que la gula es tal, cuando comemos demasiado, excediendo nuestra capacidad de asimilación. Aunque más que un pecado me parece una estupidez atragantarse hasta el punto de sentirse mal, como casi siempre ocurre cuando comemos demasiado. Pero hay otros que sostienen que la gula es experimentar un placer excesivo cuando engullimos algo que es de nuestro supremo gusto, es decir, comer en un estado de trance, rendido y sin oposición al placer del gusto, dejando que nuestras papilas gustativas hagan su trabajo, decodificando los distintos sabores. Todo esto sin necesidad de comer hasta reventar. Si eso es la gula, entonces no estoy de acuerdo con que se le considere un pecado.

Pero volviendo al punto de inicio que da origen a esta reflexión, yo creo que no hay nada peor, para un buen comensal, que un resfriado. El catarro viene con moco y el moco no solo obstruye las fosas nasales sino que aniquila también el sentido del gusto. Entonces el placer de la comida pierde dos elementos claves: el gusto y el olfato.

El primero es directo, porque con el resfriado nuestras papilas gustativas pierden sensibilidad y el sabor se vuelve uniforme, como si todas las cosas tuvieran el mismo sabor. En ese caso lo mismo da degustar un delicioso ceviche o un riquísimo ají de gallina o peor aún: lo mismo da comer un pan duro que tu plato favorito. Cuando perdemos el olfato a causa del moco, en cambio, la afección es indirecta pero no por ello menos grave. Y es que yo siempre he pensado que si el gusto entra por los ojos, en el caso de la comida entra por las narices. Oler la comida es también un placer, un momento íntimo de deguste. Estoy seguro que si un platillo huele bien, irremediablemente sabrá delicioso. Es una ecuación universal y se aplica casi como una fórmula matemática. Entonces si no podemos saborear ni olfatear la comida sin establecer diferencias, gamas, tonalidades, intensidades, estamos jodidos. En ese caso sólo nos alimentamos para subsistir y ya no por disfrute. Sería como hacer el amor sólo para mantener la especie, con fines reproductores, mas no por el placer mismo de hacerlo.

Digo todo esto porque estoy resfriado y no huelo ni degusto nada.

Por eso, ayer que fui a comer comida china para celebrar el cumpleaños de un amigo, sentado en un restaurante de mesas de madera y puertas corredizas que rechinan cuando los mozos las abren e ingresan con los humeantes fideos, los exquisitos arroces y sabrosos wantanes, me ocurrió una anécdota muy peculiar. A un mozo le ordené mi platillo favorito y cuando acababa de hacer mi pedido recordé lo de mi gripe y lo de mi sentidos bloqueados. Quise llamarlo y decirle “oiga ya no me traiga eso, con un poco de arroz blanco estará bien.” Pero no lo hice y pagué una pequeña fortuna por un plato que me supo insípido. Me supo muy caro ese arroz blanco, disfrazado de gallina ti pa kay. En ese mismo restaurante tuve una visión apocalíptica: había perdido para siempre el sentido del gusto y el olfato. Fue una alucinación que sólo duró un instante, pero lo suficiente para asustarme.

Por suerte, las gripes son pasajeras.