martes, agosto 10, 2004

BLOOMSDAY

He vuelto a leer unas páginas sobre James Joyce (Dublin 1882-Zurich 1941) y he sentido vértigo al recordar todas las propuestas que plantea en su literatura.

Su libro Ulysses es una obra que exige un máximo esfuerzo para quebrar su corteza dura y penetrar al interior de ese estilo narrativo pesado e inicialmente incomprensible. Pero una vez vencida esa barrera, se descubre un mensaje que trasciende lo literal, una especie de jeroglífico que sólo algunos logran decodificar. Hasta hoy, sus exégetas siguen leyendo y releyendo el Ulysses y Finnegans Wake y con cada nueva lectura van descubriendo nuevos misterios, nuevas técnicas narrativas y nuevos mensajes entrelineados.

Para escribir, el escritor nacido en Dublín agudizaba toda su percepción y convocaba a su inteligencia y sabiduría (hablaba cinco idiomas y era un erudito compulsivo). Inclusive recurría al psicoanálisis para jugar con las frases y las connotaciones que éstas podían traer a la mente de sus lectores. Podriamos afirmar que Joyce se anticipaba al subconciente del lector!

Una de las cosas que más sorprende del Ulysses es que conforme se van decubriendo esos detalles, también se van olvidando. Se escapan de la memoria como el agua se escurre por una coladera. El descubrimiento y la sorpresa duran lo que tus ojos se tardan en recorrer esas líneas. Al dejarlas atrás, sólo se sabe que ahí existe algo devastador pero ya no se recuerda qué. Esto, debido a que luego de digerir esas complicadas líneas frente a tus ojos, necesitas de toda tu concentración y esfuerzo para enfrenatrte a la siguiente línea magistral y luego a otra y a otra.

La obra de Joyce podría ser un claro ejemplo de la física cuántica, que plantea el principio que el mismo acto de observar una cosa ya le cambia su naturaleza y la convierte en otra.

De esta manera, en algún momento, se alcanza un estado de exaltación frente al texto que se está leyendo y tienes la sensación de estar surfeando sobre olas embravecidas, las cuales hemos llegado a dominar.

Pero dominarlas cuesta mucho. El Ulysses es un libro-enciclopedia que necesita cierta preparación para enfrentarlo y captar medianamente su mensaje. Es más, me atrevería a decir que sería necesario tener lecturas previas que nos vayan preparando antes de leer esa novela- aventura-safari. Quizá Borges, Faulkner y el mismo Freud, servirían para prepararnos para Joyce. Algo sí les recomiendo obligatoriamente: antes de leer el Ulysses, lean Dubliners y A Portriat of the Artist as a Young Man, sus obras previas que nos introducen un poco al estilo joyceano.

El Ulysses está escrito en 18 capítulos y cada capítulo es un libro distinto. Cada uno exige un reacomodo como lector, un esfuerzo por dominar una nueva técnica; en definitiva, una nueva forma de surfear una ola. Para contarnos la historia de un día en la vida de Leopold Bloom, su esposa Molly Bloom y el joven Stephen Dedalus; Joyce recurre al monólogo, a la tercera persona, a los narradores múltiples y a las asociaciones de ideas; para finalmente dispararse con extravagancias narrativas, cómo fórmulas con preguntas y respuestas, convertir simples cálculos matemáticos en una manera de contar, las noticias de un periódico y hasta el ding-dong de la campana de la catedral dublinesa, se convierte en una técnica narrativa.

Joyce hace múltiples inflexiones sobre su narración y sus citas textuales exigen un marco de referencia casi universal. Por si fuera poco intenta reflejar el funcionamiento del subconciente a través de la voz de sus personajes. Ambiciosa empresa que le exigió un esfuerzo supremo.

Pero sobre todo hay música. Quienes han hecho el ejercicio de leerlo en su lengua original (el inglés) han comprobado que Joyce también era un poeta. Y en las páginas del Ulysses conviven rimas, citas textuales, letras de canciones y juegos de palabras, que condimentan el texto leído con un ritmo melodíoso que acompaña su lectura. Lamentablemente, esa musicalidad se pierde cuando es traducido a otras lenguas. Por más cuidadosa que sea la traducción, es inevitable que la melodía y musicalidad se vean esfumadas.

Joyce fue uno de los pocos que logró subvertir el lenguaje y no tenía reparos en inventar palabras para explicar algo que, quienes hacen los diccionarios no entendían, pero Joyce sí.

No lo entendían. No lo entendieron. Ése fue el problema. Por eso prohibieron la publicación de su gran obra, por eso lo censuraron llamándolo obsceno, vulgar, pornográfico. Él, sin embargo, no se hizo problemas. Siempre supo que su momento de gloria llegaría. A pesar de morir sin los reconocimientos que hoy le profezan, él, a diferencia de Kafka (otro monstruo de la literatura universal), sí murió sabiendo que su fama permanecería en la historia.

Se jactaba de ser un genio y cuentan algunos biógrafos que se organizaban veladas entre amigos cercanos al escritor sin más objetivo que oír hablar a James Joyce. Leyendo sus páginas se tiene la sensación de que te ofrece más datos de los que puedes recibir, recibes más información de la que puedes digerir. Viendo sus fotos en las enciclopedias o en los libros dedicados a él, usando sus lentes o su célebre monóculo, uno descubre que tiene cara típica de escritor. Esa cara que siempre estuvo en nuestro subconciente.

Para todos los que tenemos la afición de escribir (qué difícil llamarse escritor, pues este irlandés puso la valla bien alta) nos emociona que haya habido un hombre que haya llevado tan lejos los caminos del arte que cultivamos. Que lo haya transgredido tan brutalmente, abriendo un nuevo sendero para los nuevos cultores de la literatura.

Lo fascinante de las obras de Joyce no es lo que cuenta explícito sino lo que sugiere, lo que plantea entrelíneas, lo que evoca en nuestro subconciente, demostrándonos cómo una frase inocente puede sacudir nuestros recuerdos y llevarnos al lado más oscuro del subconciente.

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