miércoles, agosto 04, 2004

el fútbol y yo

El fútbol y yo hemos tenido una relación de amor-odio muy intensa que ha ido variando con el paso del tiempo.

Creo que mi primera gran afición fue este deporte-negocio-mafia-arte-beneficencia (todo al mismo tiempo) porque me permitía un placer doble: por un lado podía espectarlo yendo a los estadios y por otro, practicarlo con los amigos.

Mi faceta de aficionado comenzó muy temprano. Corría 1984 y durante ese año con mi hermano Paco recortábamos las tablas de posiciones y las pegábamos sobre una hoja bond para coleccionarlas. Semana a semana comprábamos el Expreso –el diario con el suplemento deportivo más suculento de la época- y al final de año teníamos la colección casi completa –bueno, a veces se nos pasaba una fecha- de todos los resultados y tablas de posiciones de todas las fechas del campeonato.

Por entonces también habíamos armado un equipo con mis primos y desafiábamos a otros equipos de otras cuadras y otros barrios. Correr tras una pelota y pasársela a mi compañero esquivando a los rivales ha sido una de las experiencias más felices de mi vida. Imitar (en menor escala) la jugada, el gol y la celebración de nuestros ídolos era lo mejor de nuestras vidas.

Sin embargo, la pasión la descubrí depués, allá por el año 1987, cuando supe lo que era estar dentro de una barra brava (aunque por entonces las barras no eran tan bravas). Estar dentro de una barra es alucinante. Uno se contagia de una mística y energía que te hace entender la realidad de una manera distinta, arbitaria, donde el resultado de un partido, se convierte durante 2 horas en lo más importante de tu vida. Fue descomunal descubrir esa forma de vivir que tenía un barrista. Antes de eso, siempre iba al estadio con mi amigo Helbert, quien era mayor que yo, y me cuidaba según las recomendaciones que mi papá le daba. Pero yo soy hincha de Cristal y él de otro equipo. Entonces, como jefe de la delegación, él ordenaba y yo obedecía. Helbert siempre ordenó no ir a la barra del Cristal, salvo contadas veces en las que estaba de buen humor.

Hasta que me independicé en 1988, durante una liguilla final entre los mejores equipos del año. Aquella vez les dije a mis papás que como siempre, mi amigo Helbert me estaba esperando en la esquina para llevarme al estadio. Fue una mentira para conseguir el permiso y me fui solo con mis trece años recién cumplidos. Recuerdo mucho ese día: estaba asustado y con cargo de conciencia por haber mentido. Además, si me descubrían era fijo que me clavaban un castigo severísimo y seguro donde más me dolía: prohibiéndome para siempre ir al estadio. Fue una noche peligrosa, recuerdo. Hubo cierta violencia en las calles y un automóvil había matado a un vendedor ambulante frente a la puerta por donde ingresé. Me acuerdo de sus zapatillas azules, de los periódicos que cubrían su cuerpo y su mano hinchada que sobresalía por debajo del papel. Pero aquel partido era el definitivo para conseguir el campeonato (mi primer campeonato) y cualquier riesgo estaba justificado. Cristal se coronó campeón esa noche, y yo en medio de la barra me abrazaba con gente que no conocía, celebrando el título y la vuelta olímpica, mientras en el fondo envidiaba a los pocos valientes que lograban dar el gran salto, de la tribuna oriente a la cancha para celebrar con los jugadores. Recuerdo que esa noche, rumbo a mi casa alguien me invitó la primera cerveza de mi vida y la bebí sin dudar, como un borracho consumado. Total, eramos los campeones. Esa noche, antes de dormir, hice una promesa: siempre que Cristal defina un título yo iba a estar ahí, infaltable.

También llegaron los grandes sufrimientos cuando supimos que existía la Copa Libertadores y que en ese torneo mi Cristal dejaba se der el equipo poderoso que era a nivel Local para convertirse en uno de los debiluchos en el plano continental. Fue un golpe brutal saber que nuestras copas eran copas de papel y que las verdaderas las levantaban otros.

Pero eso lo superamos y volvimos a la carga mi afición y yo. En 1991 me hice miembro oficial de la barra y conseguía entradas gratis con la condición de gritar y saltar en la tribuna. Para mi era una bendición: yo lo había hecho toda mi vida y era algo que me gustaba mucho. Ahora me regalaban entradas y me dieron un carnet con el que podía entrar al club cuando quisiera y participar de las reuniones de la barra y tenía derecho a voto. Ese año también campeonamos y la celebración fue en el mismo club, con los jugadores y dirigentes. Esa vez bañamos con cerveza a la pepa Baldessari, bailamos con el presidente Federico Cúneo y todos cantábamos el que no salta es una gallina.

Cuando Cristal ganó el título de 1994 ya no pertenecía a la barra oficial, pero igual asistía para los partidos importantes, cumpliendo mi promesa de 1988. Esa fecha pude por primera vez lanzarme a la cancha desde la tribuna sur para celebrar con los jugadores. Pero tuve mala suerte porque cuando ya había trepado el enrejado y estaba en el extremo que daba a la cancha a punto de dar el salto, descubro que abajo me esperaban varios polícias con sus perros vestidos con su chaleco de la PNP que me ladraban. Quize regresar pero era inútil (en ese punto ya no hay regreso, la inclinación de la reja impide regresar a la tribuna y sólo quedaba arrojarse al campo). Me sujeté con todas mis fuerzas para no soltarme. Mientras tanto, abajo mio, en la cancha, los jugadores celebraban y se abrazaban, los reporteros y fotógrafos también rompían los cercos policiales para lograr las primicias, los cohetones y las luces de bengala de la tribuna, el humo celeste y los perros enchalecados desesperados con tanto alboroto y mis brazos que ya no podían más. Recuerdo que gente de la tribuna me quería ayudar a regresar, me daban ánimos y todo, pero era imposible: la caída era inminente y sucedió. Cuando aterrizé sobre la pista atlética me di cuenta que toda la tribuna había estado al pendiente de mi situación. Una silbatina enorme comenzó a escucharse cuando los policías me cogieron por el cuello y me llevaban detenido. La tribuna estaba conmigo! Yo tenía mi camiseta puesta y contagiado por la euforia y emocionado por el apoyo del público, me asaltó un acto de patriotismo: mirando a la misma barra que le gritaba a los policías que me suelten levanté el brazo derecho con el puño hacia arriba y luego besé el escudo de mi camiseta. Fue entonces cuando vi que casi toda la tribuna se levantó y comenzó a aplaudirme y a gritarme fuerza cristal, ánimo chiquillo no te van a hacer nada, vamos muchacho sólo te van a asustar, suéltenlo tombos abusivos, somos campeones por la conchesumadre. Finalmente me botaron afuera del estadio, pero no me detuvieron. Regresé y alcancé al grueso de la hinchada y nos fuimos caminando desde el estadio nacional hasta la Florida (donde está la sede del club) a seguir celebrando. Cuando llegué a mi casa, recién advertí que tenía muchas heridas y cortes en mi brazo. No las había sentido entonces y luego, ya poco importaban.

Luego llegaron los campeonatos del 95, 96 y el subcampeonato de la Copa Libertadores de 1997 y mis festejos y alegrías continuaron como nunca antes, celebrando con amigos que conocía desde 1988 y que sólo veía en esas fechas de fútbol. Hasta ese momento, mi promesa de estar presente en todas las definiciones, estaba siendo cumplida.

Entonces llegó el campeonato del apertura 2003 y después de tiempo me aparecí nuevamente en la tribuna. Esta vez con 27 años ya, sin tanta euforia y con más problemas que ilusiones. Pero entonces volvió a ocurrir que durante ese partido final contra Alianza Sullana volví a contagiarme de una energía casi olvidada, encontrándome con viejos amigos de tribuna, algunos panzones y otros con menos pelo. De pronto ya estaba saltando y gritando como en los viejos tiempos, abrazado con los viejos hinchas, en busca de recuperar los viejos lauros de una vieja pasión. Vencimos 1-0 y nuevamente la vuelta olímpica, pero esta vez los que se arrojaban a la cancha eran otros y no yo. Entonces levanté la mirada a la tribuna occidente y una turbación me rebalsó. ¿Qué pasaba? Lo que sea no podía explicarlo, sólo sentirlo. Lo entendí tiempo después. Fue la conjunción de dos almas en este laberinto llamado vida. Y ahora es una lágrima de emoción recorriendo la mejilla de un hincha sorprendido.