martes, abril 26, 2005

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Cada día que pasa estoy más convencido que los dominios de la literatura y del amor son absolutamente irreconciliables.

O es uno, o es otro. En ningún caso ambos.

La explicación es simple: no hay nada más parecido a la felicidad que el amor. El Ser enamorado es un Ser feliz. Y la felicidad y la pasión por escribir, resulta una conjunción imposible.

El germen de la literatura es una pulsación visceral que surge, en un primer momento, como un impulso más irracional que racional. Un cuento, una novela, son historias que recrean situaciones ficticias. Son verdades alteradas según el deseo del fabulador. El escritor no cuenta lo que fue una historia, sino cómo debió haber sido esa historia. Es un afán de corrección, de cambio, de inconformidad.

Inconformidad, insatisfacción. Son palabras muy cercanas a infelicidad.

Leyendo no pocas biografías he podido comprobar que todos los grandes escritores coinciden en algo: Es la infelicidad lo que los ha hecho escribir sus grandes obras maestras. Han sido la indignación, la furia y el desamor, los verdaderos gestores de la gran literatura.

Sin ser un gran escritor, yo también he tenido la vocación de escribir y he sentido ese impulso, esa necesidad. Aún sabiendo que no habrá reconocimientos, ni premios, ni dinero por ese esfuerzo (salvo pocas excepciones, no en mi caso). He escrito por necesidad sobre cosas que tenía que sacarme de encima porque me sofocaban. Y he podido experimentar en carne propia que cuando fui feliz, nunca pude escribir.


La felicidad es enemiga de la literatura.

Digo todo esto porque creo que me he enamorado. Y estoy sintiendo los trastornos propios de esta situación. Y la primera cosa que cambió y lo he notado con mucha claridad es que la realidad ha dejado de dolerme. Lo que antes me jodía, ahora ni siquiera me incomoda. Veo las calles sucias que siempre me han sabido a polvo seco y lo que veo es un cuadro, una pintura, una obra de arte.

Este estado de enamoramiento me acerca peligrosamente a la felicidad. Tanto así, que me ha costado horrores escribir esta pequeña reflexión.

Trato, sin embargo, de no perder objetividad para registrar los cambios que experimento. Con mis cinco sentidos alertas, analizo cada cosa que me pasa. Siento el paso del amor por mi cuerpo. Siento cómo me inunda, me ablanda y me fagocita. El amor, como la mejor de las vacunas, extermina sin misericordia los gérmenes de la literatura.


Es un acertado símil entre la medicina y la vocación literaria.

Me siento entonces como el médico peruano Daniel Alcides Carrión, quien se inoculó el virus de la verruga a sí mismo para poder estudiarla mejor. Es una cosa héroes lo que él hizo. Gracias a él, la medicina dio un gran avance para encontrar la cura definitiva.

Pero también sé, y no debo olvidar, que ese sacrificio le costó la vida.